Henri Guillaumet tenía a su cargo de trasporte semanal aéreo, entre
Mendoza y Santiago de Chile, del correo para la Aeroposta Argentina. Era la
filial de la Compagnie Generale Aeropostale francesa, que unía vía aérea
Toulouse, Francia, con Santiago de Chile, haciendo escala en Casa Blanca, Cap
Juby, Dakar, Islas Fernando de Noroha, Natal, Arrecife, Río de Janeiro,
Montevideo, Buenos Aires, Mendoza y Santiago de Chile.
El 12 de junio de 1930, tuvo que cancelar el vuelo Nº 92 iniciado en
Santiago hacia Mendoza. El temporal era intenso. El día siguiente, 13 de junio,
lo intentó nuevamente. La ruta normal era la del Ferrocarril Trasandino y el
río Mendoza pasando por Las Cuevas. Debido a la insuficiente potencia del Potez
25, no podía luchar contra la violencia de los vientos y pasaron por encima de
las nubes que se elevaban a más de 8.000 metros. Guillaumet decidió entonces
tomar la ruta más al sur, que conocía por haberla explorado anteriormente. Era
más fácil pero más largo y no ofrecía auxilio en caso de avería.
Volando a unos 6.500 mts. Por encima de las nubes, una fuerte
corriente descendente le hizo perder altura y se encontró dentro de la misma
nube de tormenta de nieve. En instantes bajó 3.000 mts. sin visibilidad y con
el riesgo de estrellarse contra las altas montañas. Alcanzó a divisar una gran
masa negra, reconoció la Laguna del Diamante. Sabía que sus orillas eran
suficientemente planas. Era su única posibilidad de aterrizaje en medio del
impresionante circo de montañas que lo rodeaban. La sobrevoló hasta quedarse
casi sin combustible y efectuó el descenso que terminó en capotage debido a la
nieve blanda que dificultó el aterrizaje.
El domingo 15 de junio la tormenta había cesado. Por la mañana escuchó
un avión que sobrevolaba. Fue inútil encender las bengalas, en medio de la
nieve era imposible distinguir desde el aire un pequeño objeto que se
mimetizaba con la nieve.
Solo tenía una alternativa: ponerse en marcha y tratar de llegar a la
planicie argentina. Calculaba que tendría claro de luna y 4 días de buen
tiempo, a pesar del frío y el intenso viento invernal que soplaba de oeste a
este. En su valija colocó todo lo que pudo: linterna, víveres, media botella de
Ron, un calentador de alcohol sólido, 4 cajas de fósforos. Con una piedra rayó
sobre la pintura del fuselaje su mensaje: “parto hacia el este. Adiós a todos,
mi último pensamiento será para mi esposa”.
Emprendió una caminata dificultosa por la altura. Inició el descenso
del portezuelo. Se resbalaba continuamente sobre la nieve congelada. Se hundía
casi hasta desaparecer, el viento lo volteaba. Caminó toda la noche, dormir hubiera
sido su frío fin. Cuando se sentaba para recobrar fuerzas, lo hacía sobre su
valija inclinada para resbalarse así y despertarse si el sueño lo vencía.
El lunes 16 alcanzó el fondo de una quebrada, una montaña
infranqueable le cerró el paso. Obligado a hacer un rodeo, volviendo sobre sus
pasos, subió otra ladera muy empinada de unos 2.000 mts. El ascenso le llevó
toda la noche. Llevaba una pequeña brújula y cuando tuvo que elegir entre dos
valles optó por el de la derecha. Luego de ser rescatado, estudiando el camino
realizado se dio cuenta de lo acertada que había sido su elección: si hubiera
ido por el valle de la izquierda no hubiera podido salir de ese laberinto
indescifrable de valles, quebradas y barrancos sin escape. Un avión Potez lo
sobrevoló sin divisarlo.
El martes 17 la pendiente de la montaña era demasiado abrupta, se vio
obligado a bajar al cause del Arroyo Yaucha y caminar por el lecho con el agua
hasta las rodillas en algunos tramos. Ese día avanzó solamente 3 kms. Tuvo que
abandonar su abrigo de vuelo, muy pesado por haberse mojado. Fue la jornada más
dura. Tenía los tobillos lastimados de tantos golpes contra las piedras del río
y se sentía cada vez más débil. Caminó toda la noche iluminado por la luna.
El miércoles 18, antes del amanecer tuvo una caída de unos 50 mts. en
el barranco. Una gran roca lo detuvo, perdió su valija y su lámpara. Estaba muy
dolorido. Muy penosamente logró incorporarse y continuar su camino. Tenía las
rodillas muy lastimadas y los pies tan hinchados que tuvo que rajar sus zapatos
para poder conservarlos puestos. A pesar de lo penoso del camino a lo lejos
divisó la planicie argentina y retomó coraje. Intentando cruzar el río hacia la
orilla opuesta, que parecía más apta, cayó al agua y se agarró a una roca para
no ser arrastrado por la fuerte corriente. Logró cruzar a la otra orilla.
Escaló la pendiente hasta donde había sol. Pudo prender un fuego.
El jueves 19 por la mañana bajó al arroyo para hidratarse, ya no tenía
víveres, se alimentó de hierbas que no saciaron su apetito. Se sentía
extremadamente débil, con dificultad lograba ponerse de pie y reemprender la
marcha. Encontró guano fresco y el camino se le hizo más fácil. De repente, del
otro lado del río, divisó a una mujer y a un niño a caballo, Guillaumet les
gritó pidiendo auxilio. Parecían asustados. La extraña apariencia de Henri les
hizo pensar que era un loco. Así le había dicho el niño de 14 años Juan
Gualberto García, a su madre, Manuela Romero de García, cuando vio al piloto
casualmente. El forastero les gritó: “aviaturi, laguna del diamante” y
comprendieron que se trataba del aviador accidentado. El niño ayudó a
Guillaumet a cruzar el arroyo y lo llevaron hasta el rancho. Doña Manuela le
sirvió una copita de caña y leche de cabra. Extenuado Guillaumet se quedó
dormido sobre la mesa. Lo acostaron en la única cama que había. Juan fue a
avisar a su padre que estaba en los cerros cazando guanacos. El puestero partió
en busca del Comisario José Castro que fue hasta Chilecito a dar parte del
encuentro de Guillaumet.
A la mañana siguiente, viernes 20, trasladaron a Henri a lomo de mula
hasta el puesto de Salvador Luffi, hoy puesto de Fuentes. Ahí lo esperaba un
automóvil que lo llevó a Eugenio Bustos. En un puesto de telégrafo avisó a su
mujer en Buenos Aires que había sido rescatado. Siguiendo el camino apareció un
avión. Era su amigo Antoine De Saint Exupéry que venía a su encuentro. La
emoción fue grande. El recibimiento en el aeropuerto de Mendoza conmovedor. La
multitud lo aclamaba. Un grande entre los grandes había escapado de la trampa
de la cordillera de los andes. Antoine De Saint Exupéry en su libro “Tierra de
Hombres”, hace célebre la frase de Guillaumet: “lo que hice, lo juro, ningún
animal lo hubiera hecho”. Y también su reflexión: “lo que salva es dar un paso,
más otro paso, es siempre el mismo paso que uno recomienza”
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